PROGRAMA Nº 1164 | 27.03.2024

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LA BENDICIÓN: SÍMBOLO Y CATOLICISMO POPULAR (Segunda Parte)

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Podemos decir, en breve e inicial síntesis, que quien pide una bendición, está anhelando situarse en una mayor inmediatez personal con Dios que la que antes tenía. Tal inmediatez diferencial, ciertamente, ofrecería un mayor estado de amparo y protección. Veamos ahora qué es lo que a las personas se le “da” cuando se las bendice.

Más allá de las expresiones particulares que utilice el ministro, lo que en todos los casos está haciendo, es invocando la protección de Dios para la persona o conjunto de personas a las que bendice. “Toda bendición es alabanza de Dios y oración para obtener sus dones…” (Catecismo de la Iglesia católica, 1671). Tenemos en claro, por tanto, que el ministro no confiere ningún don especial a la persona u objeto por él bendecida. No es portador de ningún poder particular que pueda ser transferido mediante el acto propio de la bendición. Así, lo que efectivamente se le da a la persona que se bendice, no es ninguna cosa que se la añada a su ser desde el exterior, nada que –objetivamente– se le agregue o modifique. Otra cosa es que, desde la subjetividad de la persona, ésta pase a experimentarse más cerca y cuidada por Dios que antes de ser bendecida.

Ocurre lo mismo con los objetos religiosos o de otro tipo (viviendas, automóviles…). Nada se les incorpora ni se metamorfosean. Siguen siendo idénticos a lo que eran antes de ser bendecidos. Lo que sí puede modificarse es el tipo de relación de las personas con esos objetos. Hasta aquí no hice más que sintetizar, y de modo muy escueto, algunas consideraciones genéricas sobre las bendiciones. Me interesa ahora avanzar sobre otras de tipo pastoral. Como ya dijimos, y como bien sabemos, en el universo del catolicismo popular existe un enorme afecto por las bendiciones. Tal afecto, ha conducido a que en la pastoral popular en general (peregrinaciones, celebraciones…), y en la de los santuarios en particular, las liturgias bendicionales se hayan convertido poco menos que en su centro.

Esta centralidad de las bendiciones resulta más que razonable: es lo que la gente va a buscar y es lo que se les ofrece. Ponerse en línea con el sentir popular es lo primordial en una pastoral destinada a ese sector. Sin embargo, anida la sospecha que esta misma voluntad por sintonizar con el deseo de la gente, puede estar promoviendo una concepción desajustada sobre los “efectos” de las bendiciones y, por tanto, sobre la asistencia divina. Lo propio del talante popular es el lenguaje simbólico. Sin expresarlo en conceptos, los más sencillos (los de fe sencilla) saben que la bendición es un símbolo. En la bendición, o en las cosas benditas, descubren de modo peculiar la presencia del Dios con el que conviven. No esperan que la bendición los haga más buenos, ni más felices, ni más ricos, ni más sanos, ni más prolíficos. Es un dato vivido de la realidad, que el pobre bendecido sigue siendo pobre por más agua bendita que reciba. Si el estado de injusticia en el que viven las tres cuartas partes de la humanidad dependiese de que esas personas reciban bendición alguna, dos cosas quedarían muy claras: primero que la solución de la pobreza la tenemos en la mano, y segundo, que el Dios en el que creemos no es tan bueno como decimos.

Vale decir entonces, que en la generalidad del catolicismo popular (aunque hay casos y casos), no se espera que la bendición aporte un plus exógeno de realidad, un don divino que trastoque el curso de su historia personal haciéndolo más bueno, con más vitalidad o más rico, aunque se sueñe con ello. Se sabe, con sabiduría existencial, que la bendición es una manifestación externa y ocasional del querer eterno de Dios para todos sus hijos: que sean prósperos, felices, sanos y fecundos. La hipótesis de que la humanidad se encuentra en un cambio de época, parece instalada definitivamente. A estas alturas, ya se ha convertido poco menos que en “lugar común” no sólo entre investigadores sociales sino en los mismos documentos de la Iglesia (véase, por ejemplo, Aparecida, 44 y siguiente). El que se hable tanto de ello, sin embargo, no ha implicado hasta el momento la producción de significativas pautas pastorales específicas que tengan este dato en consideración. En lo que sí se suele hacer hincapié, es en la necesidad de contrastar con discursos y acciones misionales-evangelizadoras, los elementos que se describen como negativos de la cultura emergente. En especial, a todo lo que involucra el denominado relativismo ético y/o religioso.

Los símbolos, en cuanto a objetos, gestos o relatos, no desaparecen por completo, pero tienden a perder su carácter específico, el simbólico. Se produce una especial distorsión en su dimensión pragmática, es decir, en el uso y la actitud del sujeto (personal o colectivo) con relación a ellos. Cuando esta actitud no es de apertura, cuando no permite trascender al objeto-símbolo en cuanto tal, se lo cierra sobre sí mismo y se lo absolutiza: pasa de símbolo a cosa. Llegados a este punto, o se lo rechaza por absurdo al identificarlo como un fetiche o, por reacción y celo religioso (crítica al relativismo), se le otorga un valor desmesurado más o menos próximo al fetiche que se pretende criticar. Y esto no se produce sólo en el ámbito eclesiástico-institucional, sino también en el eclesial-popular. Nada de esto es nuevo. Ha ocurrido en todas las épocas y lugares. Sin embargo, parece que en los tiempos llamados axiales, tiempos de transformaciones culturales profundas en los que emergen paradigmas alternativos para suplir a los que se agotan, esta distorsión del universo simbólico se produce de un modo mucho más intenso.

Pero volviendo a las bendiciones: ellas explicitan, hacen patente, ponen de manifiesto de modo sensible y en momentos extraordinarios (que pueden ser muchísimos y de lo más variados), la presencia ordinaria, habitual y creadora de Dios. Es esa explicitación simbólica la que favorece el recuerdo (entendido como un volver a lo que ya está en el corazón) de aquella presencia creadora que recién mencionamos, y es eso lo que fortalece, lo que anima, lo que provoca la experiencia subjetiva de una particular protección de Dios. Es como el abrazo que le da el hijo pequeño a su madre; manifestación sensible de un amor que trasciende a ese abrazo y que, aunque no haga más grande al amor que ya existe, lo fortalece en la experiencia existencial del niño. El cómo hacerlas, dependerá de cada lugar y contexto; pero en todos los casos habrá que velar por su no-cosificación, que este símbolo –tan apreciado por las personas de fe sencilla– pueda seguir siendo un símbolo.

Fuente:
Revista Vida Pastoral
Editorial San Pablo (Argentina)

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